Guardaespaldas contra el crimen

En América Latina se privatiza la lucha contra la inseguridad.

En la capital de Guatemala los guardias de seguridad son ubicuos. Se ven en las entradas de tiendas, restaurantes y cafés. Algunos colegios donde estudian los niños y adolescentes de clase alta parecen un hervidero de guardaespaldas a la hora de salida. Hombres vestidos de negro siguen a las familias pudientes en los centros comerciales.

Guatemala no es una excepción. En varios países de América Latina, donde impera la violencia y el crimen, sistemas públicos de justicia están siendo reemplazados por sistemas privados de seguridad. Elites frustradas por las fallas o la ausencia del Estado recurren al mercado para comprar protección. Lo curioso es que los gobiernos de la región tienen mala fama por su excesivo intervencionismo. Pero el crimen demuestra que la realidad es más compleja. Donde hace más falta, el Estado a veces no funciona o no existe, y donde no hace falta, el Estado a veces sobra o estorba.

Las cifras hablan por sí solas. América Latina padece una epidemia de crimen. En la región se cometen 30% de los homicidios con apenas el 9% de la población mundial. Brasil, México, Venezuela y Colombia suman casi un cuarto de los asesinatos del planeta. La tasa de homicidios disminuyó dramáticamente en casi todas las regiones del mundo entre 2000 y 2010. En Latinoamérica aumentó un 12%.

La consecuencia de este fracaso ha sido un boom en la seguridad privada. Según cálculos de Naciones Unidas, el número total de guardias privados en la región supera por más de un millón el número de funcionarios policiales. En Guatemala hay más de 120.000 guardias y apenas 20.000 policías. En Venezuela, uno de los países más violentos del mundo, el gobierno critica a cada rato a los políticos “neoliberales” que proponen transferir al sector privado labores del Estado. Pero la incapacidad del chavismo para reducir el crimen ha resultado en una parcial “privatización” de la lucha contra la inseguridad.

Los más afectados por esta situación son los pobres. Si en un país hay que comprar la seguridad personal a través de escoltas, sistemas de cámaras, alarmas, rejas y automóviles blindados, los que carecen de recursos no tienen cómo protegerse. Los pobres además suelen vivir en los lugares más peligrosos, donde se necesita con más urgencia protección contra el hampa.

Pero que los pobres estén peor no significa que el resto esté bien. Los ricos están menos expuestos al crimen pero igualmente corren graves riesgos. Derrotar la inseguridad sería mejor para ellos que rodearse de escoltas para tratar de aislarse de ella. Y para bajar el crimen no se necesita más seguridad privada, sino más jueces y fiscales independientes, mejores políticas penitenciarias y de control de armas, más programas sociales de prevención y rehabilitación, y cuerpos policiales mejor entrenados y bien equipados, con mayor alcance y menos vulnerables a la penetración de las mafias. Para estas labores, por supuesto, no se puede prescindir del Estado.

Este debate no es ideológico. La crisis de inseguridad resalta la importancia de distinguir entre el alcance del Estado y su fuerza. El alcance se refiere al abanico de funciones que el Estado puede cumplir, y la fuerza se refiere a la efectividad con que cumple sus funciones. Un Estado puede tener un gran alcance y al mismo tiempo ser muy débil porque no es capaz de cumplir con labores tan básicas como hacer cumplir la ley. En América Latina los estados suelen combinar una extrema debilidad con un excesivo alcance.

 

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