La empresa Google ha reiterado estos días ante la Audiencia Nacional que se niega a cancelar datos personales de cinco ciudadanos que se han visto lesionados en su privacidad y su dignidad a causa de los enlaces que ofrece el potente buscador. Los abogados de Google argumentan que los buscadores se limitan a almacenar información y a hacer de intermediarios, y añaden que eliminar ciertos contenidos iría contra “la objetividad” de la red y sería “censura”. Las informaciones objeto de esta controversia se publicaron mayormente en boletines oficiales, algo que unos años atrás habría significado su inexorable desaparición en el fondo de cualquier archivo, a la espera –en el mejor de los casos– de algún improbable lector con madera de erudito. Pero los archivos ya no son lo que eran y los rastros de nuestras vidas tampoco.
Los afectados por la divulgación universal que Google hace de una información que les perjudica sensiblemente han buscado amparo en la Agencia Española de Protección de Datos (AEPD) y este organismo ha invocado “el derecho al olvido”. ¿Derecho al olvido? Estamos todavía enzarzados en batallas que tienen que ver con el derecho a la memoria cuando, por la puerta de atrás, alguien nos advierte que olvidar es, sin duda, tan necesario como recordar. Desde un punto de vista individual, el derecho al olvido es una manera muy poética de proclamar que nada debería impedir el borrado de aquello que envenena nuestro presente y bloquea, tal vez, nuestro futuro. El tiempo –decíamos ayer– destruye, diluye y entierra parte de los datos como hace con parte de los recuerdos. Eso ocurría antes, en una galaxia muy lejana. Hoy, todo permanece.
¿Por qué nace el derecho al olvido precisamente con la consolidación de internet, los buscadores, los agregadores y las redes sociales? Muy sencillo: porque todos somos susceptibles de contar, tarde o temprano, con una identidad digital –buscada o encontrada, activa o pasiva, auténtica o fraudulenta– que se añade a nuestra identidad a secas, la que vamos componiendo y acarreando en lo que otrora llamábamos vida real. Para los que no son jóvenes y, por tanto, nativos digitales, este fenómeno emergente puede llegar a ser más que desconcertante. Una amiga profesora descubrió con horror que sus alumnos le habían creado un falso perfil en Facebook y, de golpe y porrazo, entendió que su yo circulaba por un carnaval de dimensión infinita en el que era ontológicamente imposible separar las máscaras de los rostros. Si seguimos a Paul Ricoeur cuando habla del yo como de una “identidad narrativa”, deberemos aceptar que el nuevo desafío es aprender a narrarnos en medio de un incesante asedio de parodias, usurpaciones y simulacros que –con o sin nuestra colaboración– trata de imperar ante y con los otros. No es una tragedia, más bien una comedia. Aunque sus efectos sean, a veces, devastadores.
Google se presta a colaborar con la censura oficial en China mientras aquí levanta la bandera de una neutral transparencia insobornable. Aplausos de tiranos y de ciberactivistas, según convenga. No es lo mismo enfrentarse a unos pocos ciudadanos que a la gran potencia emergente que ya ha sentenciado el fin del predominio del dólar. Al parecer, es posible evitar la indexación de aquellos contenidos cuya confidencialidad es evidente, pero este tipo de operaciones son –no sé si es cierto– demasiado caras. En este paisaje, el derecho al olvido y el derecho a la privacidad aparecen como modestas utopías en el reverso de otros nuevos supuestos derechos que brotan con la era digital: derecho al libre acceso, derecho a la copia privada, derecho a realizar obras derivadas, etcétera. Son derechos de nuevo cuño pero nadie habla de nuevos deberes: un mundo feliz en el que todos estamos descolocados. Lejos de todo esto y de las trifulcas de la ley Sinde, el llamado deber de memoria aparece como un proyecto moral admirable que, desgraciadamente, no ha dado lugar a un equivalente deber de olvido. La memoria es el resultado de la dialéctica entre recuerdo y olvido. Si lo olvidamos todo, no somos nadie. Si lo recordamos todo, no podemos seguir viviendo. Funes el memorioso, el personaje de Borges que no puede desprenderse de ningún recuerdo, sería fichado hoy por Google como imagen de marca de la casa.
Cuando topo por la calle con algún camión de alguna empresa de destrucción de documentos, me fascina pensar que todo ese trabajo tan concienzudamente planificado, ejecutado y certificado con varios sellos de garantía no servirá, finalmente, de nada. Me gusta fantasear con la idea de que, a través de otros conductos imprevistos, esa gran cantidad de información –entre la cual hay millones de detalles sobre la vida económica, sanitaria o judicial de tantos ciudadanos– se resiste a abandonar nuestro mundo y que lo logra. A pesar de todos los controles y protocolos, los datos tienden a escapar de su cauce, algo que ya ocurría antes de que Julian Assange y una tecnología cada vez más sofisticada dieran alcance político a la humana curiosidad que genera el secreto. ¿Acaso no hemos visto datos de empleados del Fòrum de les Cultures tirados en un contenedor? ¿Acaso no se perdió en plena calle una carpeta con información policial sobre la visita del Papa a Barcelona? ¿Acaso no se convierte en un festival cualquier frase que se le escapa a un político ante un micrófono abierto a destiempo? Aspiramos a ordenar nuestros olvidos y nuestros recuerdos, pero llegamos tarde, con mil años de retraso. Nuestro rastro no nos pertenece, es aspirado por la velocidad del presente, pulverizado por un renovado afán de inmortalidad.
FUENTE: www.lavanguardia.es