Los activistas de Greenpeace pasan su primera noche en Hotel El Algarrobico, en el Cabo de Gata. Te lo contamos desde dentro.

“Chicos, quedan cinco minutos”. Ricardo conoce el Cabo de Gata y conduce una de las furgonetas que lleva a los activistas de Greenpeace hasta dentro mismo del recinto del Hotel El Algarrobico. Se ponen el mono naranja en el coche entre bromas de última hora. Son las siete de la mañana, el sol aún no se ha asomado sobre el mar. Hay la luz suficiente para ver y la oscuridad suficiente para no ser visto.

La entrada es rápida. “Es en esta curva”. Dos personas a pie abren camino a las furgonetas. Apenas 100 metros de recorrido y despliegue inmediato, cada uno sabe lo que tiene que hacer. Descargar, explorar, retaguardia. Hotel tomado.

No hay aplausos, ni emoción. Inmediatamente comienza el trabajo por grupos, que se alarga durante todo el día: nunca están todos juntos, siempre hay alguien que tiene algo que hacer y pide ayuda para hacerlo.

El primer efecto colateral de la ‘operación Algarrobico’ afecta al agente de seguridad privadaque lo custodia cada noche. Está desconcertado, primero, muy enfadado después, agresivo al final. Los activistas ya lo tienen previsto: hay personas que se encargan de atenderle, explicarle que no tiene por qué temer y que en realidad no tiene mucho que hacer para evitar lo que de hecho ya ha pasado. Greenpeace controla el ala norte de la séptima planta del edificio y se moverá por parte del recinto de manera más o menos cómoda.

En menos de una hora, casi todas las habitaciones del pasillo están limpias. Una será la oficina: mesa, pancarta corporativa y ordenadores de trabajo.

Otra será la cocina. Calabaza, pasta, un poco de embutido, ensalada y manzanas: “una manzana por persona y día”, advierte el grupo de personas que raciona lo que hay. Y para cocinar, horno ecológico:

Luego la sala de telecomunicaciones: Antonio se pega el día luchando contra los imprevistos. A cientos de metros del hotel, otro equipo de Greenpeace ha instalado un dispositivo para conectarse a Internet vía satélite; desde una antena unidireccional intenta enviar señal hacia el Algarrobico. Desde un balcón del hotel, Antonio calcula – brújula y prismáticos en mano – hacia dónde debe apuntar su antena receptora, que conecta a unos routers para que haya wifi en la zona de trabajo.

La infraestructura tarda en afinarse y hay estrés. La labor de Antonio – que lleva desde los 14 años trabajando con ordenadores de forma autodidacta – no es escalar ningún edificio ni desplegar ninguna pancarta en algún lugar imposible. Es uno de esos perfiles poco típicos pero imprescindibles para toda acción espectacular.

Sin la antena de Antonio, la única forma de comunicarse con el exterior es a través de walkie talkie. Y los activistas han venido al Algarrobico no a conocerlo sino porque saben que su imbricada historia de controversia política y exceso urbanístico es el altavoz perfecto para su mensaje. Cambio de antena, cambio de router. Y empieza a funcionar.

Los enemigos y a la vez inquilinos del Algarrobillo no han tenido tiempo de pararse a observar por dentro las entrañas del fantasma. El papel de las paredes, los suelos de tarima, los cuartos de baño alicatados, las bañeras, los bidés, las ventanas, las barandillas, la loza de la terraza. Habitaciones muy normales, nada de ostentación. Cal blanca para darle un aire andaluz al edifico, pero por dentro, estandarización. Todo casi terminado; hay hasta algunos interruptores de la luz instalados.


El Algarrobico es una ruina del futuro, una toma falsa del progreso.

Una de las buenas razones para no pararse a mirar es que hay algunos que se lo saben de memoria. El Algarrobico es un viejo conocido para la campaña de Costas de Greenpeace, que ha actuado hasta 5 veces contra él en los últimos años.

En la última habitación del pasillo hay un tipo rubio, alto, que parece alemán hasta que empieza a hablar y dices, vale, es francés. Tiene las manos manchadas de pintura de colores y se le percibe una actitud independiente, aunque nada excluyente, la del que sabe que tiene una misión y que no puede obligar a nadie a vivirla como él.

Se llama Louis ‘3ttman‘, y justo antes de que comenzara a pintar un mural en la fachada del Algarrobico nos explicó el sentido que como artista le ha querido dar:

Louis levanta su ogro inversor a pocos metros de la valla de obra que delimita el recinto del Algarrobico por la parte más costera. Hay una piscina de azulejo grande y azul. Pórticos donde uno imagina a familias disfrutando del refresco. Zonas cubiertas para oficinas o restaurantes. Todo salpicado de alargadas vigas de hierro en espiral y mucho cemento.

15 pasos

Desde el borde de la piscina hasta la valla hay 15 pasos. Desde la valla del Algarrobico hasta que comienza la playa, otros 15. Y lo cierto es que en esos 15 también pasan cosas. Durante todo el día, coches de paso o de curiosos ralentizan motores y abren ventanillas: “¡Siiii! ¡Que lo derriben!”, se escucha a veces. Pero también “¡hijos de puta!” grita más de uno. “¡Iros a joder a vuestra casa!”. Un chaval de unos veinte años reta a los ecologistas a que bajen a debatir con él mientras un amigo le graba con cámara de vídeo. Se van al rato sin conseguirlo.

A buena parte de los vecinos de Carboneras les valen los argumentos a favor del hotel del anterior alcalde, de la promotora, de la Junta de Andalucía y de – a ratos – el ministerio: proyectos como el Algarrobico son buenos para el Cabo de Gata. Esto va a generar empleo, dice el mantra. Carboneras, en plena crisis, tiene una tasa de paro que “no llega al 10%“, menos de la mitad que la media española, según los ecologistas.

Por la franja de los 15 pasos entre la valla y la playa también se mueven los medios de comunicación. Paran el coche y apuntan sus grandes cámaras hacia los balcones y la gran pancarta que dice “¿A qué esperan?”. Una de las periodistas se atreve a buscar la manera de entrar en el recinto y Sara del Río, de Greenpeace, le atiende a través de la tapia, explicando los motivos “no solo de los ecologistas” para querer que el hotel desaparezca.

Desde fuera llegan las reacciones oficiales. La Junta de Andalucía dice que el Algarrobico “es insostenible e inviable”, que quiere demolerlo, pero que esperará a que terminen todos los plazos legales, recursos incluídos. Algo parecido ha dicho el Ministerio de Medio Ambiente. La promotora del Algarrobico, Azata del Sol, ha emitido un comunicado donde dice estar muy preocupada por la seguridad de los activistas que acampan en zona de obras y advierte de que serán denunciados por allanamiento.

A media tarde alguien dice: “¡Mira, el Rainbow Warrior!”. Los novatos levantan la mirada casi crédulos y el resto se ríe. Una lancha patrullera de la Guardia Civil (blanca y verde, como el Rainbow Warrior, el mítico barco activista de Greenpeace) se acerca desde el mar y se detiene a pocos metros de la orilla. ¿Vigilancia desde la costa? No. Pura curiosidad, quizá. La lancha da la vuelta y se marcha al cabo de dos minutos.

La Guardia Civil y la Policía han seguido el dogma de que las fuerzas de seguridad no están para crear problemas sino para solucionarlos. Durante todo el día, se han limitado a apostar un par de coches en los alrededores del recinto y, en determinado momento, acercarse a un activista y pedirle que le entregara un listado de las identificaciones de todas las personas que estuvieran dentro del edifico, petición a la que se accedió cordialmente.

El amanecer es de gamas y tiempo lento, pero la tarde cae rápido y sin matices en la Playa del Algarrobico. Las sombras pierden contrastes – mejor, porque las grúas primero y el cemento después acaban por tapar el sol en la playa – y la luz se pierde por detrás del hotel, es decir, por detrás del monte donde está incrustado. Toca cenar con lamparitas, que como todo en esta oficina efímera funciona como energía solar o cinética. Tras la ensalada de pasta con calabaza, trozo de pan y vaso de agua, sentados en el suelo se repasan los problemas del día, se reparten los turnos de vigilancia nocturna y se organizan las actividades del día siguiente. Cada uno un saco y dos esterillas, una gorda y otra fina.

El mar suena fuerte, se ven todas las estrellas, se oyen todos los grillos. Los anclajes de la pancarta chocan contra la pared por el viento, la tela se mueve, cruje y parecen pasos. Pasa un barco de pescadores y gritan. Luego el cuerpo deja de reaccionar a los ruidos y la vida se duerme en el estómago de la gran ballena blanca de cemento.

FUENTE: periodismohumano.com