El autor de esta crónica se exhibe voluntariamente ante cámaras de supermercado, shopping y peaje para culminar en un centro de vigilancia bonaerense y concluir: “Es menos una persecución que el registro bobo de los hechos”.
La paranoia dejará de ser una enfermedad para ser la descripción abreviada de un estado civil universal. Paranoico equivaldrá a terrícola. Será la renovación de votos del siglo deleuzeano que vaticinó Foucault en la etapa –la primera– en la que al mismo siglo, el XX, le tocó ser foucaultiano. Ese día, un hombre se subirá a un taxi, y cuando el chofer le pregunte adónde va no le contestará con los ojos colgando de las órbitas: “¿Y a vos qué te importa adónde voy?”.
Muchos de los movimientos que realizamos en la engañosa libertad de la intemperie son detectados por uno de esos ojos idiotas que siguen el calor de los bultos humanos y le sirven a un censor el identikit “moderno” –basado en los desplazamientos del cuerpo– de cada uno de nosotros. Pero a no engañarse, porque tal hábito es menos una persecución que un registro bobo de los hechos sociales alineados de a uno. El registro, por sí solo, no tiene profundidad ni sentido, y si las épocas históricas relacionadas con la prevención de delitos no fingieran llevarse tan mal habría que llamarlo “lombrosonisno digital”.
Cada tantos días voy a un supermercado de barrio a comprar vino y alimento para perros. Entro, sigo la misma ruta intergóndolas, pago y me voy, empequeñeciéndome de espaldas en los monitores del circuito cerrado de seguridad así como me fui agigantando al llegar. Un robot no lo haría de manera más automática. Pero si los propietarios y el vigilante que les ayuda a leer las conductas del público cruzaran información para ponerle un color a los peligros que los acechan, ese color sería rojo cuando de los datos surja mi “caso”. Simplemente porque ver es sospechar y yo me hago ver a través de mi hábito, oscuro de tan legible.
Mi experiencia no puede ser la de un perseguido sino la prueba de que aquellos que creen saber algo de nosotros no saben nada. Saben lo que sabía Estados Unidos el día que Mohammed Atta pasó por el aeropuerto de Boston el 11-S: todo acerca de lo que había hecho, pero muy poco sobre la incursión que iba a emprender como piloto “invitado”. El vigilado se guarda para sí el momento de actuar. Es un asunto de soberanía al que ningún satélite mirón ni ojo mecánico pueden acceder con el fin de prevenirlo. Porque si el control descansa sobre el mapa de los desplazamientos ordinarios, ¿cómo adivinar sus desvíos? En eso, el Estado Global Vigilante tiene razón cuando, en su rol de paranoico no curado, sospecha que en cada sujetito perdido en un paño de píxeles hay un terrorista al que sólo le falta actuar para obtener su título de grado.
Estoy opinando en base a impresiones románticas sobre la experiencia de ser vigilado y castigado con la mirada. La infraestructura colgante de un Argos tecnológico que se manifiesta en un millón de puntos podría reconstruir el mapa de movimientos del que intento hablar y que constituyen mi identidad civil, seguramente catalogada bajo el rótulo “no peligroso”.
Pero estoy bastante más preocupado por conseguir el pan dulce de nueces en la panadería X donde lo reservo cada año mientras me filman. He aquí un primer contacto entre el can Cerbero y sus presas: se solicita mirar al pajarito y dramatizar la felicidad del momento, aunque no la haya. “Sonría, lo estamos filmando”. Es la versión laica del “Sonríe, dios te ama” que suele verse como slogan en la luneta de algunos vehículos que militan en favor del Altísimo. ¿Es que él también nos está filmando? Por supuesto, él lo es todo: musa de la vigilancia, cámara, cable coaxil y switcher master .
La imagen que dejo en la panadería, combinada con las que se acopian sobre “mi caso” en el supermercado de barrio, darían algunas pistas sobre lo que compro, pero ninguna sobre lo que digo, ni sobre lo que hago, ni sobre lo que pienso.
Los datos duros del verdadero peligro que represento para el capitalismo los tiene Wal-Mart, donde no hay día en que lo visite y no abra alguna papita Lay’s, un maní salado o un biscotti de almendras y lo deguste con la boca abierta apuntando a una de sus cámaras.
En las estaciones de peaje también dejo mi huella para cuando alguien necesite incriminarme si en el camino mato a alguno de mis acompañantes. Bajo en las Galerías Pacífico para cambiar un regalo. En los pasillos percibo que ha colapsado el control de flujos humanos que pueblan la superficie y enrollan diversas madejas de una misma materia: la indecisión, el ¿qué compro? Los vigilados entran y salen de los locales, hablan por teléfono detrás de las columnas, combinan movimientos inesperados, se ocultan entre sí, se multiplican y, finalmente, ocurre lo peor que podía pasarle a la política de control de la galería: no ver. Mejor dicho: no distinguir. La gendarmería movilizada va a lo seguro: buscan negros. Es un ¿dónde está Wally? tenso que carga de angustia los parlantes de los handys, en los que escucho la siguiente descripción: “tiene un gorro dado vuelta, bermuda y zapatillas; y está yendo para la salida de Córdoba. Fijate qué lleva…”.
Podría estar hablando de Carlitos Tévez, pero lo que podría ser no es. Desde la planta más alta atestiguo la requisa, una verdadera escena de frontera en la que se chequean las pertenencias por portación de cara.
Hay una película de Chris Petit, llamada Unrequited love (2006), donde una pareja revela una verdad de la que muchos pueden dar fe: sólo se ama en la soledad de la separación. Ella lleva un diario de esa distancia; mientras tanto, su amado aparece sólo en imágenes tomadas por cámaras de seguridad. ¿Qué sabemos de él? Nada, excepto la lista de lugares a los que entra, las calles por las que camina, una serie de rutinas que no podemos llamar vida mientras estén excluidos de ella el doble interior del espacio privado y la experiencia sensible, incluyendo el pensamiento. Eso sí, como al Carlitos Tévez de las Galerías Pacífico, podríamos detenerlo por prevención si algo no nos gusta de él.
Mejor retirarse unos días. Es cuestión de entrar a Junín y percibir los cambios buenos que la paz de la pampa ha operado en la ciudad siestera, ex fortín de la Campaña al Desierto. Pero abro uno de los diarios locales y leo que han instalado cámaras de seguridad en algunas esquinas para prevenir el delito. Primero, lo primero: cumplir con el mandato anual de gula dos o tres días seguidos; y luego, sí, ir a ver la central de vigilancia electrónica que comienza a extenderse sobre la ciudad como años ha lo hizo desde la altura de un mangrullo la mirada del abuelito de Borges.
Domingo 26 de diciembre de 2010. Mediodía. En la calle, ni el loro. En el centro de vigilancia me recibe el director de seguridad, Víctor Knappe, ex jefe de las Unidades Penitenciarias 13 y 16, donde tomaron sombra el “Gordo” Valor y Carlos Monzón. Dos empleados jóvenes manipulan los joysticks que hacen girar 360º los domos que cuelgan de varias esquinas. No hay ninguna alusión a Bentham ni a Orwell ni a Gran Hermano.
Me hablan de una línea de cámaras-cerrojo que pronto van a rodear la ciudad, de modo que pregunto si se trata de una “muralla visual” que reemplazaría la muralla física de las ciudades antiguas. En efecto, se trata.
El control de cámaras es una especie de pesca de morochos con mosca, pero ¿para qué se instala una cámara sino para monitorear “socialmente” los movimientos urbanos? Me muestran dos incidentes. En uno, un chico hurta un objeto de una bicicleta de reparto estacionada en la Terminal de Omnibus. Al minuto llega la policía y lo detiene. En el otro, son las ocho de la mañana del día de Navidad y un grupo de jóvenes fuma un porro en una plaza antes de dormir la mona. Por suerte, Junín es una ciudad no problem y la policía nunca llega.
Luego, una de las imágenes más hermosas que vi en una pantalla, pero que para el lector no tendrá ningún sentido. Son las 24 horas del 25 de diciembre “descompuestas” en una versión comprimida del paso del tiempo. Al fondo el cielo, cambiando de colores sin una nube a la vista. En primer plano, ya no un hecho más del mundo sino su definición: gente que pasa.