En solo 16 horas de operación, las cámaras de vigilancia detectaron más casos de exceso de velocidad que toda la Policía de Tránsito en un mes
Las insobornables cámaras, al parecer, retrataron nuestro principal problema en materia de seguridad vial: la impunidad
En solo 16 horas de operación, las cámaras instaladas por el Consejo de Seguridad Vial detectaron 1.815 violaciones al límite de velocidad establecido. Ese número supera los partes levantados por la Policía de Tránsito en todo un mes. El contraste es aún mayor si se considera que, hasta la fecha, solo hay cinco puntos de vigilancia con cámara en tres carreteras periféricas, mientras las 1.803 infracciones mensuales impuestas por los oficiales de tránsito son fruto del trabajo de 900 de ellos en todo el país.
Francisco Jiménez, ministro de Obras Públicas y Transportes, celebra el resultado señalando que “las cámaras no duermen, no comen ni tienen mamá o abuelita y, además, son insobornables”. Todo eso es cierto, pero los oficiales de carne y hueso solo tienen una mamá y dos abuelitas. Tomando en cuenta los tres tiempos de comidas y algún rato para el café, tampoco terminaríamos de explicar la pobre producción de dos partes mensuales por oficial.
Si les restáramos a los 900 unos 200 dedicados a atender labores administrativas, el cierre de las cifras tampoco sería convincente en un país donde los límites de velocidad son casi un chiste. En seis meses de prueba, las mismas cámaras detectaron 445.962 infracciones, de las cuales 424.827 corresponden a conductores cuya velocidad superaba el límite máximo en 20 kilómetros. Otros 20.800 chóferes excedieron los 120 kilómetros de velocidad y 335 viajaban a más de 150 kilómetros por hora, velocidad delictiva, penada hasta con tres años de cárcel.
Según el Ministro, los resultados demuestran que los conductores están acostumbrados a infringir la ley porque “no hay un oficial de tránsito en cada esquina”. Aun así, cabe preguntar por qué a nadie se le ocurrió asignar un oficial a las “esquinas” donde hoy están las cámaras. Y si la asignación se hizo, por qué tan pocos partes.
Las insobornables cámaras, al parecer, retrataron nuestro principal problema en materia de seguridad vial: la impunidad cultivada por la corrupción y la indiferencia. El retrato es de suprema importancia, no para confirmar la utilidad de la tecnología escogida, sino para comprender la urgencia de revisar el recurso humano y los sistemas de trabajo aplicados a la preservación del orden.
El plan de observación automatizada contempla la instalación de 450 cámaras en 150 puntos de observación. En el futuro habrá otras aplicaciones de la tecnología aptas para mejorar la vigilancia, pero las fallas en el elemento humano son difíciles de suplir. Tampoco habrá garantía de progreso si los diputados finalmente proveen de la muy esperada Ley de Tránsito, con todas las enmiendas y correcciones necesarias. La certeza del castigo es a menudo más importante que su severidad. El sistema no producirá los resultados deseados mientras sus operadores estén tan lejos de dar la talla.
Es justo reconocer, sin embargo, que el culto a la impunidad y la corrupción es una construcción compartida entre las autoridades y amplios sectores de la sociedad. Lejos de celebrar los resultados de las cámaras, muchos costarricenses las asemejan a un disimulado mecanismo tributario y, desde la cumbre del cinismo, rechazan su utilización.
Otros ya se ocupan de aplicar películas y esmaltes a las placas para evitar su detección por las cámaras, con clara intención de incumplir la ley sin enfrentar las consecuencias. Semejante conducta debe ser castigada con la mayor severidad, por cuanto tiene de irresponsable y premeditada.
Las cámaras de vigilancia nos están enseñando, quizá, más de lo que querríamos saber sobre nosotros mismos y las causas de nuestros males.
Estamos a tiempo de hacer las correcciones necesarias con el uso de la tecnología y la ley, pero también de la educación y el civismo.
FUENTE: www.nacion.com