Con puertas reforzadas, candados, cámaras de seguridad, “botones de pánico”, guardias armados o rezos, los internos de los centros de rehabilitación de adicciones intentan salvarse de las olas de masacres de adictos que han azotado a Chihuahua, Baja California, Nayarit y Durango. Los lugares que no han cerrado por el miedo endurecieron sus filtros de ingreso: no hay cabida para pandilleros, hombres sin familia o juarenses. “Estamos reforzando la puerta; tiene un pasador y estamos poniendo otro; la luz de la oficina la apagamos bien temprano y a las 8:00 de la noche nadie sale ni entra”, explica Luis Alberto López Dávila sobre las medidas improvisadas por el Centro de Integración de Alcohólicos y Drogadictos (CIAD) en Sonora.
“Tenemos candados en la noche; los muchachos no se arriman a la puerta y sólo recibimos a quien hable y nos diga quién lo recomienda para evitar que vaya a pasar algo similar a lo de la organización El Camino”, dice José Luis Ávalos, del Centro de Integración y Rehabilitación para Alcohólicos y Drogadictos (CIRAD) de Tijuana.
“Monitoreamos 24 horas en las nuevas cámaras de seguridad para, en su momento, hacer alguna acción, sacar a los internos. De eso a que nos acribillen es lo único que podemos hacer”, afirma José Valdivieso, del Centro Santa Fe de la ciudad de Chihuahua, donde además improvisaron claves para la gente que pregunta por teléfono por un familiar internado.
Las autoridades de Chihuahua optaron por establecer en los centros “botones de pánico”, conectados con las policías municipales, como medida para atenuar la cacería. Sin embargo, desoyeron la petición de los directivos de los establecimientos de asignar policías para vigilarlos o mandar patrullas a hacer rondines.
En unos centros sólo les quedó encomendarse a Dios. Otros, no tan confiados en la protección celestial, niegan el acceso a los ranfleados: los integrantes de las pandillas de Los Aztecas (al servicio del cártel de Juárez) o Los Mexicles (contratados por el de Sinaloa).
“En el momento en que se les entrevista para internarse nos damos cuenta, por sus tatuajes, por su modo de vestir y cosas por el estilo, si son pertenecientes a bandas, y estamos tratando de evitarlas”, explica Valdivieso.
“Nosotros no queremos a los que vienen de Juárez, aunque a veces los aceptamos porque llegan bien golpeados por el Ejército”, comenta otro entrevistado.
En el Centro Alcance Victoria, de Tepic, al que pertenecían 10 de los 15 lavacoches acribillados el 27 de octubre, confían en que Dios los cuida, aunque la mayoría de los internos –los más incrédulos– huyeron por miedo.
“No hemos pedido rondines de la Policía porque consideramos que no es necesario, no hay nada que tengamos que ocultar”, dice por teléfono un encargado llamado Erik.
El director de un centro que cerró en el Valle de Juárez –después de que un comando armado entró a amenazarlos pero les perdonó la vida– admite que el año pasado organizó por turnos a los pacientes para defender las puertas con armas. “Somos un centro de rehabilitación cristiano. ¿Qué chingados tenemos que traer una pistola si no estamos haciendo maldad, si nosotros creemos en Dios, pero a veces ya no creíamos?”.
El eslabón más débil
Los internos en los anexos la pasan mal. Viven amenazados por pandillas. Con miedo a que un escuadrón de la muerte llegue a su puerta. Presionados por el gobierno para que mejoren sus servicios. Bajo rudas inspecciones policiacas. Tentados por la sobreoferta de drogas en las calles. Estigmatizados por la sociedad.
Cada masacre desincentiva a los adictos a recuperarse y los regresa a vivir en las calles, donde son maltratados por militares y policías.
“La última vez que me encerré fue hace año y medio. No lo vuelvo a hacer. Menos con lo que está pasando. Mataron a 18 compas en El Aliviane (septiembre de 2009), que era donde me internaba”, cuenta Pepe, un heroinómano que vive en una casa abandonada y en ruinas de Ciudad Juárez, que presume tener bien arreglada y compartida con seis gatos y tres perros (“mi familia”, como los llama).
Durante su estancia en la calle ha sido levantado y golpeado cuatro veces: una por militares, otra por policías municipales y dos por los federales. “Nomás lo ven a uno, lo agarran, lo quieren subir a cachetadas y pa’rriba. Los soldados y federales son más difíciles, son de rancho, no tienen estudios, los entrenan para matar, son una bola de prepotentes, marranos, pero son autoridad. Ya van como cinco compas que los federales levantan, y a los dos días amanecen muertos: se les pasa la mano, se les sale un balazo en la cabeza y luego dicen que los mató el narco”.
Pepe tampoco vivió buenas experiencias dentro de los cuatro centros donde se “encerró”:
“El trato es un poco bastante salvaje en la mayoría; no hay suficiente espacio; se hacen motines por la comida; los castigos son por cualquier cosa y luego-luego te llevan a un cuarto y te golpean feo. Lo peor es cuando se juntan cuatro, cinco pandilleros en ese centro y le dan a los demás, hasta al director.”
Gustavo de la Rosa, visitador de la Comisión Estatal de Derechos Humanos, explica que durante 2008 la estrategia de investigación del Ejército fue detener a adictos y a dealers para sacarles, a base de torturas, quién distribuía la droga en sus barrios; y después se enfocaron a detener a los “capitanes”, los mandos medios de los cárteles.
“La población de adictos sigue tan indefensa, caminando en el infierno, viviendo en los picaderos, en una miseria humana horrible. El gobierno, la sociedad, los amigos y hasta las familias siguen convencidos de que a los adictos no les queda nada más que esperar la muerte”, manifiesta a Proceso.
Por su parte, el pastor Julián Rojas, del Centro Cristiano Alcance Victoria, quien opera en la decadente zona central de Ciudad Juárez como integrante de la organización Compañeros, afirma que muchos directivos viven bajo amenazas: “Si no pagan sus cuotas” serán masacrados. Los que no resisten cierran. Se entera también de que los federales abusan de los usuarios de drogas, a quienes roban o golpean.
María Elena Ramos, la directora de Compañeros –dedicada a la reducción de riesgos entre farmacodependientes–, declara que los adictos que sufren maltrato por los policías no lo denuncian porque los ciudadanos consideran que se merecen sus castigos, los ven como enemigos y los culpan de la violencia. Sus familias tampoco quieren internarlos mientras sigan las matanzas.
Esclavos de la droga
En los últimos años el paisaje fronterizo mexicano ha cambiado. Proliferan las narcotienditas y picaderos por todos lados, mientras cierran centros de rehabilitación caseros. Los adictos son cada vez más jóvenes. Se ven colectivos de ellos refugiados debajo de puentes, habitando casas en obra negra, durmiendo en parques.
Ciudades como Tijuana están inundadas por el crystal (derivado de la metanfetamina), la droga de los pobres, a 50 pesos por dosis, que una vez que se prueba difícilmente se abandona. “Ese problema ha deteriorado la calidad de vida en la mayoría de las colonias porque los adictos al crystal son un ejército de fantasmas que roban lo mínimo para la dosis: cable de luz, cobre, tanque de gas, batería de auto, tapaderas de alcantarillas, el DVD, la tele”, abunda el derechohumanista Víctor Clark Alfaro.
“Tragedia es que la edad de inicio de consumo en Tijuana es a los nueve años, y que el 85 por ciento de los adictos están enganchados al crystal, que te mete a estados de alucinación, euforia y violencia.”
Tragedia es igualmente que en Ciudad Juárez se estrenó un nuevo rango para la edad de inicio de las adicciones: a partir de los cinco años.
“Hace 10 años no teníamos esos rangos; empezaban entre los 12 o 14 años; ahora se da entre los cinco y los 10 años por falta de cuidado de los hijos o porque los padres son usuarios de las drogas y las tienen a la mano”, observa Antonio Trespalacios, del Consejo contra las Adicciones de Chihuahua.
Tragedia es que actualmente quienes se hartan de la esclavitud de las drogas tienen menos opciones de recibir tratamiento, por el cierre de los anexos amenazados o por las clausuras gubernamentales de los centros no regularizados.
La red de centros Nueva Vida, financiada por el gobierno federal con el dinero confiscado a Zhenli Ye Gon, tampoco está exenta de riesgos. Su personal vive aterrado, como quedó claro en el último Encuentro Nacional de Consejos Estatales contra las Adicciones, donde los trabajadores de la zona norte solicitaron que los pacientes peligrosos sean tratados en cárceles o psiquiátricos y denunciaron que los centros (aunque nuevos) están rebasados, son inseguros y reciben amenazas, según reportó Milenio el pasado 29 de octubre.
Sus miedos tienen fundamento. Sólo en Chihuahua, en tres años, comandos armados asesinaron a 18 personas en El Aliviane, 10 en el Anexo de Vida, 19 en el Centro Fe y Vida, 10 en dos irrupciones al CIAD, cinco en La Vida sin Adicciones y a una en el anexo Doceava Tradición. La modalidad se propagó a otros estados. Este año nueve personas han sido masacradas en Fuerza para Vivir, de Durango; 11 en Alcance Victoria, de Tepic, y 14 en El Camino, de Tijuana. (Las últimas dos matanzas fueron a fines de octubre).
Cristoterapia y
otros remedios
Los centros de rehabilitación fueron una respuesta de los mismos adictos recuperados que deseaban ayudar a otros. Muchos florecieron en casas particulares. Inventaron sus reglas. Improvisaron sus métodos. Se manejaron con presupuesto propio.
Los métodos de recuperación más utilizados son Los 12 Pasos de Alcohólicos Anónimos o la “Cristoterapia”, que se basa en alabanzas, voluntad y rezos. Pocos centros se han profesionalizado o aplican métodos científicos para el tratamiento. La mayoría operan sin regularización.
“Estos centros con frecuencia han venido desarrollándose ante la ausencia de políticas del Estado y de opciones de rehabilitación, en situaciones de pobreza y abandono; muchos, como anexos o fundados por grupos religiosos con buena voluntad pero sin conocimientos suficientes, sin apoyo ni condiciones de seguridad. Las masacres ni siquiera han producido malestar porque la sociedad considera que los adictos son un problema, que son personas que no valen, y eso los hace un blanco muy fácil”, afirma la socióloga juarense con especialidad en farmacodependencia Teresa Almada.
A su vez, Hugo Almada, también experto en adicciones de la Universidad Autónoma de de Ciudad Juárez, critica el hecho de que el gobierno federal ha privilegiado el enfoque policial del combate al narcotráfico, y no lo ha visto como problema social y de salud pública.
“¿Qué van a hacer con las personas con adicciones? Se requiere una política adecuada que incluya el manejo de las adicciones de manera integral, el tratamiento, la prevención y reinserción que les brinde oportunidades. Si no, ¿cómo lo van a resolver? ¡Ni modo que los maten”
Tras las primeras matanzas en Chihuahua, las autoridades voltearon la vista hacia este tipo de centros y anunciaron que los apoyarían, pero los emplazaron a mejorar sus condiciones de seguridad y salubridad; si no, los amenazaron con clausurarlos.
El funcionario Trespalacios, del Consejo Estatal contra las Adicciones, dice que los centros deben incorporar medidas de seguridad y establecer un “cedazo” para aceptar pacientes, que puede consistir en que el candidato llegue en compañía de familiares.
“Se les recomienda que se hagan preguntas concretas a las personas que desean ingresar: si han sido parte de pandillas y de qué pandillas, para que el centro pueda tener elementos y decida recibirlas o no. No estamos promoviendo que se niegue la atención, sólo que prevean los posibles niveles de peligrosidad”, explica a Proceso.
En Juárez, según la cifra de Trespalacios, había 56 centros, pero ocho cerraron por miedo, y menos del 20 por ciento cumplen con las normas oficiales. Él estima en 40 mil el número de adictos en la ciudad, mientras que las autoridades municipales calcula que son 100 mil. En todo el estado son 140 los centros reconocidos, la mayoría en localidades urbanas, pocos en municipios medianos o pequeños.
A decir del encargado del Centro Santa Fe, de Chihuahua, aunque las autoridades les han pedido que se acerquen a las policías, éstas no han cumplido su parte. “No nos han dado el apoyo que se necesita, que haya uno o dos guardias por cada centro o por lo menos que estén dando rondines seguidos en cada uno de ellos. Tenemos ‘botones de pánico’, pero lo mejor sería que no se despegaran mucho de aquí. La gente de la Secretaría de Seguridad Pública tampoco asiste a nuestras reuniones”, refiere.
Una vez que las masacres dejaron al descubierto la fragilidad de los centros, la Secretaría de Salud comenzó a apretar las tuercas a estas organizaciones en varias entidades.
López Dávila, desde el CIAD de Sonora, dice que son costosos los cambios que pide el gobierno para apoyar a los centros –como extinguidores, revisiones médicas, enfermería con cama, expediente de cada interno, señalización de las instalaciones, punto de reunión en caso de emergencia, piso de loseta, puerta de emergencia– y que difícilmente pueden hacerlo con la venta de paletas y el boteo que practican en los semáforos, donde también la policía los persigue.
“Nos piden que no haya nada caducado, pero como vamos al Banco de Alimentos a trabajar, nos donan o venden a veces comida caducada. ¿Y así qué vamos a hacer”, se pregunta.
José Luis Ávalos, del consejo directivo del CIRAD, calcula que de cada cien centros de rehabilitación de Tijuana, sólo 33 están certificados y el resto (los ‘patito’) no quieren regularizarse; algunos de éstos son negocios de personas que nunca terminaron de rehabilitarse, son dirigidos por pandilleros o sirven de refugio para malvivientes.
“El peligro con éstos es que no les interesa recuperar a las personas o brindarles alternativas de vida para que dejen de consumir, sólo mandarlos a la calle con una cajita y un montón de papelitos para que taloneen dinero lucrando con la enfermedad”, puntualiza.
Por su parte, el experto Clark Alfaro plantea que las estimaciones de la Secretaría de Salud sobre el número de drogadictos en Tijuana son muy bajas (80 mil personas), mientras que los centros calculan 200 mil, lo que significaría el 10% de la población. Los 166 centros (uno municipal) tienen capacidad para atender a 9 mil personas, y en algunos se cometen abusos sexuales, golpes, torturas, o se mantiene a la gente a la fuerza.
“El Estado –denuncia– no invierte en prevención ni en rehabilitación. Ha cerrado los ojos. Prefiere que la sociedad se encargue por omisión, por falta de recursos o para quitarse el problema. Lo único que pudieron hacer los centros es reforzar candados a la entrada, poner mayor vigilancia. ¿Qué más pueden hacer que poner más candados?”.
FUENTE: www.diario.com.mx